Monday, November 22, 2010

Los festivales de música (2): la masa, el grouppie y el crítico.

Después de haber dejado pasar el verano ocupado en otras cosas, vuelvo a completar la propuesta que os hacía entonces: un análisis antropológico del fenómeno de los festivales de música. Primero, es necesario establecer qué tipo de fenómeno y que objetos antropológicos están en juego cuando hablamos de festival de música. Sería interesante compararlo o asimilarlo al concepto de rito o ritual. Soy consciente de que no descubro a nadie el océano haciendo una afirmación de este tipo. Nuestra visión de este tipo de actividades es intuitivamente ritual: vemos el rito allá donde se encuentre. Pero verlo no significa comprenderlo ni explicarlo. De hecho, precisamente por tratarse de un tipo de conocimiento intuitivo, va acompañado de un cierto desconocimiento, una zona oscura en la que percibimos pero no necesitamos explicar. Más aún, nos resistimos a explicar porque esa explicación acabaría con el misterio o la zona oscura que hay en todo ritual y que nos permite participar de él sin ruborizarnos. Veamos por qué.

En primer lugar, el fenómeno: una gran aglomeración de gente que recorre hormigueando el recinto del festival, de un escenario a otro; escenarios como altares de un nuevo foro romano; silencio y éxtasis a partes iguales, colectivización del grito, comunión del trance; organizadores y empleados como sacerdotes y monaguillos; la promesa de una trascendencia absoluta, inexpresable, inenarrable –de hecho su misma narración supone ya una pérdida respecto a la vivencia–. Comencemos por el final: ¿en qué consiste esa trascendencia? En ir más allá de la propia música, de los intérpretes, de uno mismo. Existe una metafísica del espectáculo que se apoya en la expectación que de suyo genera el espectáculo hasta el momento de su acontecer. Uno asiste a un espectáculo con cierta esperanza. Se me dirá que no es verdad, que no siempre es así. El crítico, por ejemplo, no espera nada, o suspende sus expectativas ante l

a labor que atiende: el juicio. Este juicio es ya una trascendencia que excede y que va más allá del espectáculo, del acontecimiento. En el otro extremo encontramos al groupie, que lo espera todo, que eleva la mediocridad objetiva a virtuosismo y genio. En medio tenemos a la masa, formada por todos aquellos que esperan cosas tan distintas que sería injusto hablar de trascendencia aquí. Y, sin embargo, observen las fotos de la masa.


¿Es posible ver en este animal la diferencia de cada uno? ¿No se observa más bien la identidad de todas las diferencias? La masa somete incluso al groupie y al crítico: señálese, si no, dónde se encuentran.


Es cierto, muy cerca o muy lejos, pero orientadas respecto a la masa, como sacerdotes, como individuos escépticos y críticos con la religión, con el rito, pero igualmente sometidos a él: el groupie lo sacrifica todo en el altar del ídolo, y el crítico sacrifica al ídolo en el altar de algo más elevado, o en su propio altar. Ninguno de los actores escapa al rito, al sacrificio, a la estructura, en definitiva, religiosa.

Pero de los tres actores, el más interesante es la masa: voluble, groupie hasta el extremo, crítica en exceso, según con quien se encuentre y el viento que sople. Fuera de la sala, fuera de la arena, del templo, todos son críticos, y casi ninguno quiere reconocerse groupie. Pocos o ninguno admitirán que mientras estuvieron allí se sintieron uno con miles de personas, que se dejaron llevar sin rubor por la ruta transitada de las muchedumbres.

Existen, por supuesto, individuos que ven todo esto y resisten al embrujo de la masa. Yo, lo confieso, soy demasiado mimético: me zambullí en la masa y disfruté como un enano. Carne débil que es uno. Eso sí, estaba rodeado de críticos y groupies y toda clase de independientes y alternativos (se me dirá que estoy resentido, pero ya no, estoy enmasado: ovejita que es uno).

Tuesday, August 10, 2010

¿La soledad conjurada?


Reseña de la novela de Luca Giordano, La soledad de los números primos, Salamandra.

¿Cómo hablar de una novela que está construida como producto editorial? Sí, ya sé que es lo normal, que los autores hoy en día se construyen, que se les prepara una carrera editorial, con sus premios, con sus menciones, con la dosificación de sus publicaciones. A los que escribimos esto no nos suena extraño: sabemos cuál es el camino. Encontrar un editor y que este diseñe el producto y te saque el mejor potencial. Es una cuestión de mercado y de producto. La escritura se ha convertido en un hecho de mercado. Y este libro que ahora desmenuzare es buena prueba de ello, al comienzo de este liberalísimo siglo XXI. Lo cierto es que no podemos culpar a nadie de estas cosas. Además, como producto literario merece un respeto y creo que un reconocimiento.

Empecemos por el título y el autor, las dos cosas que más mira uno cuando acude a una librería a adquirir alguno de estos productos. El autor, se no dice en la solapilla, bajo la foto de una atractivo joven de aspecto introvertido, vestido elegantemente italiano, el autor es licenciado en Física Teórica –con el epíteto clavado tras la física, en un oxímoron impensable para cualquiera qué sepa en qué consiste la Física, y sus problemas para conciliar la teoría y la práctica–. Vamos, que es en cerebro que está ya doctorándose. Y que además tiene tiempo de escribir operas primas tan contundentes como esta –ya iremos viendo lo de la contundencia de la novela–. El caso es que existe en nuestros días un respeto por las ciencias puras que hace de los científicos gentes rodeadas de un aura sacra bastante incierta, por cierto, y ambivalente –el fenómeno lo estudia en alguno de los capítulos más interesantes el pensador francés Jean-Pierre Dupuy en su libro La marque du sacré–. Gentes capaces de hacer agujeros negros en las montañas suizas en menos que canta un gallo y hacer que todos desaparezcamos antes de que nos demos cuenta de que ni siquiera este pasando algo. Pero me estoy liando. Sumemos la expresión “licenciado en Física teórica” y “números primos”. Se trata de una metáfora que se nos explica en la contracubierta de forma clara, para que lo entendamos. Me hace recordar cuando al estudiar lingüística generativa jugábamos a contar el mundo en términos generativistas: muévase alpha, pros y PROs, recciones y ligamientos, garden paths, y el enorme etcétera formalista que nos deslumbraba como una galaxia lejana y sagrada que nos hubieran invitado a visitar unos extraterrestres que trabajaban en el MIT. La ciencia al alcance de la vida común y moliente.

Ya tenemos fabricado el producto: novela escrita por científico, construida sobre una metáfora bastante acertada y sorprendente; y primera, además, y premiada… Recuerdo cuando se puso de moda gracias a un spot la expresión JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados). Hete aquí alguna década después, su epifanía, entre otras muchas. Además se publica en una editorial que parece publicar novelas de culto –dejando a un lado el affaire Potter–.

El caso es que me la leí ayer de una sentada casi. Casi 300 páginas escritas con un estilo contundente –no dejan de suceder cosas, y esas cosas se cuentan con detalle–, episodios breves de un telar que en ocasiones (no más de 3 ó 4) el autor nos dibuja en tres o cuatro pinceladas: años de la vida de algunos secundarios, e incluso de los personajes principales, se resumen en unas 3 ó 4 páginas, como quien dice, de un plumazo. Uno se pregunta si toda la novela no hubiera podido ser un relato breve, o una serie de cuentos –eso es lo que parece: cada una de las secciones se configura como un relato autónomo, si no fuera porque los personajes son los mismos–. Qué motivo le impulsa al autor a extender una idea, una metáfora, a lo largo de casi 300 páginas.

La contundencia del estilo, pues, se logra a través de la narración de esos episodios breves –un accidente, un beso, una fiesta, un examen, un trabajo, una boda, una cena, una aventura de una noche, una discusión de pareja, una tarde de domingo…–. Como subraya el autor al final del libro, la vida está hecha de pequeñas decisiones tomadas en pocos segundos. Te juegas la vida en unos segundos. Por lo general fracasas. La contundencia con la que cierto fatum actúa sobre los personajes es interesante. No parece moverles nada –los apuntes introspectivos están ausentes, parece una novela conductista, como aquellas del Nouveau Roman escritas a la sombra de Camus y Sartre, y en paralelo a la Nouvelle Vague, donde el sujeto y sus historia se cosifican brutalmente–. No hay un motor o no hay más motor que ciertos sucesos sobre los que los personajes no tuvieron ningún control o poca responsabilidad. Alice, una de los dos números primos gemelos, siente el peso de las consecuencias, pero como algo externo, sobrepuesto sobre su vida que, en el fondo, carece de sentido. Los personajes actúan, o se dejan actuar, y esa es otro de los rasgos contundentes. Otra característica contundente es algo más morbosa: los protagonistas son un par de trastornados, ella anoréxica, él se automutila, pero el autor no hace referencias a sus enfermedades de forma directa. No las trata como el centro de la novela, como el tema. No tematiza algo tan tematizable que hubiera convertido su novela en la enésima sobre el tema. El poder la de metáfora de los números primos queda siempre por encima de estas problemáticas. No obstante, siguen ahí: la anorexia, la automutilación. Como un fantasma que recorre toda la novela, pero que no se explica, que queda fantasma.

Este estilo, que he descrito de forma tan espantosa por una cuestión de espacio, me recordó desde la mitad de la novela a la forma de escribir de algunos novelistas japoneses de última hora: Murakami, Yoshimoto –pero que no son si no herederos de Mishima, entre otros–, autores de gran éxito en Occidente. De hecho el parecido me obsesionó tanto que llegué a pensar que se trataba de una occidentalización de la novela japonesa, de sus temas –depresiones, suicidios, el destino, el amor imposible y la soledad poblada de aullidos–, de su estilo. Personalmente descubrí a Banana Yoshimoto en Italia, y la leí en italiano. Esta novela italiana la he leído traducida al español. Pero la red de relaciones queda ahí, para quien quiera negar esta occidentalización que propongo. De todas formas en el mundo globalizado en el que vivimos, está de más decir nada de todo esto. Subsisten también, eso sí, ciertos temas italianos: la soledad de la familia, su desaparición casi como un vestigio del pasado, perviviendo en los fantasmas de los padres que se pasean por la novela como lo que son, como fantasmas de una comunión imposible.

Hay varias trampas en la novela, pero la más importante, la que quiero reflejar aquí, es de una cualidad científica. No creo que sea anecdótico el hecho de que Paolo Giordano sea físico. La trampa que mina el relato es que la perspectiva científica desde la que Giordano narra, la idea que nos quiere dar de lo real, es la del azar: estamos determinados por el más ciego de los azares, cada acontecimiento encierra una serie imprevisible de acontencimientos, a cada momento es posible un cambio completo y absoluto de vida… Este azar que podría ser esperanzado se convierte en manos del joven físico en la nueva vestidura de la más vieja de las supersticiones científicas: estamos encerrados, ciegamente ahora –una azarosa ceguera–, en un destino del que no podemos desentendernos. La naturaleza de números primos de los personajes determina su destino de manera irremisible. Es precisamente esa irremisibilidad, esa imposibilidad de ser salvados, lo que hace de la novela una de las más duras y nihilistas desde Camus y Sartre. El sujeto de las novelas está abocado a un destino del que no escapará. El autor decide no dejarlo escapar. Y el aparente azar de sus vivencias –azar codificado en pequeños gestos, pequeños sucesos, una fiesta de cumpleaños, un tazón de leche, el encuentro con la hermana en la puerta del hospital, la boda de la antigua compañera…– es en realidad la tiránica opción narrativa de un físico teórico que cree que un determinismo matemático conduce nuestras vidas. Es este el verdadero alcance de la metáfora, más allá de su valor poético. El destino está trucado, la libertad extirpada, y los trastornos, aceptados como parte de una naturaleza a la que no pueden escapar.

Sólo al final, cuando tras la última oportunidad de un happy end los personajes vuelven a sus vidas, parece que lo hacen transfigurados: han aceptado su propia naturaleza y han dejado de luchar, aun débilmente, contra ella. Sus vidas no podrían haber sido de otra manera. Esta es la verdadera soledad: sabernos determinados, atrapados en una vida que podría haber sido otra, pero que nunca-ya-siempre lo será.

La soledad es un azar que no estamos llamados a conjurar.

Festivales de música (I)


Este será el primero de una serie de post sobre los eventos musicales del verano.

Asistir a un festival de música tiene mucho de religioso y ritual: cada año las mismas fiestas, cada año lo mismo, pero renovado –renovado el cartel, renovada la estética y, sí, renovado el precio siempre al alza–. La proliferación de este tipo de encuentros musicales en verano es como para plantearse si hay crisis y dónde queda. Eso sí, con cierta gracia, y adaptándose a los tiempos de apreturas, se inventan un Lowcost Festival. Me hace gracia porque si se puede organizar un lowcost en esto de los festivales es probable que los que no lo son, vamos, los caros, saquen tajada y buena de todo esto. O que ofrecen un producto mejor, más elaborado. Vamos, como la diferencia entre viajar en Iberia o en Ryanair… ¿o es que no hay diferencia?

Este verano me he vuelto a embarcar, creo que por última vez, y voy a asistir a ese festival de rebajas. Los grupos nuevos que suenan como los de antes, y los de antes que no te puedes creer que sigan tocando. Siempre me han abrumado los carteles, los fancines y las revistas que hablaban de todo lo que se suponía que tenías que saber sobre lo último más allá de lo último de esta mañana en el desayuna. Nunca entendí cómo era posible saber tanto de una música que ignorar hoy lo último en música alternativa está al alcance de cualquiera que no disponga de 24 horas para escuchar los cientos de grupos, solistas y “experiencias musicales” que parecen creer aún que están haciendo algo nuevo. Sus seguidores son del mismo pelaje: es difícil que reconozcan no conocer el cartel. Que reconozcan que están haciendo lo mismo de siempre –he aquí su valor ritual– negando esa mismidad. Que reconozcan que no hay nada nuevo bajo el sol. Entonces, ¿qué van a ver?

Bob Dylan ­–pero no es el único– afirmaba que se aburriría si siempre tocara igual sus canciones, si se imitara a sí mismo hasta el hastío. De forma que cuando uno ha tenido la suerte de ir a alguno de sus conciertos, puede quedar decepcionado porque el muy judío no ha tocado ninguno de esos míticos temas ­–nótese de nuevo lo ritual– con los que muchos hemos crecido. Y, sin embargo, ha sido y es él mismo cada vez ya siempre. No rehuye su mismidad. No puede, de hecho. Este tipo de honestidad deshonesta es difícil de encontrar en estos festivales. El esfuerzo que realizan por superar-se es de tal calibre que no se molestan ni en cargarse a sus padres: todos hacen una música tan distinta que es difícil separarlos entre sí. O bien: el bosque de diferencias se hace tan intrincado que encontrar claros o senderos transitables –caminos en el bosque– es una tarea de héroes.

¿Que por qué voy, entonces? Porque en el fondo yo también quiero, ritualmente, disfrutar de esa misma auténtica indiferencia: allí somos todos iguales, todos buscamos lo mismo –la distinción, la marca, la diferencia. Esa es la carta inconfesable de mis motivos. La carta que enseño públicamente es la carta del trabajo de campo, de la antropología, del interés cultural de este tipo de encuentros. No podría soportar verme como un fan fatal más, pero en el fondo es lo que soy, o en lo que me convierto, ya desde unos días antes del evento.

Voy porque se trata de un acontecimiento en el que no sucederá nada –acontecimiento que traiciona su sentido– aunque el despliegue de medios es como para que pase algo. Si me dejáis presumir, en una cena con los mejores amigos pasan muchas más cosas aunque parece que no pasa nada.

Y porque es más barato.

Tuesday, July 20, 2010

Qué leer…


No es el título de una revista, qué también, sino una de las preguntas que más me hacen a lo largo del año. No al día, no es para tanto, ni a la semana. Más bien se trata de una pregunta de temporada, como esa otra de y tú, ¿adónde te vas este año? Como la fruta de temporada que, por cierto, cada vez está más cara. Será cosa de la crisis. Preguntas que te hacen porque te ven con pinta de lector compulsivo. Se han creído mentiras peores de todas formas. El caso es que a mí me pasa lo que no me pasa ni ante la audiencia más exigente: me bloqueo y no sé qué decir. Ni siquiera acuden a mí sudores fríos, o se me seca la boca, como para advertirme, cuidado, David, que de esto no sabes. No, directamente me bloqueo, como si me pidieran que explicara por qué enseño. O peor. Por qué en algún momento decidí ser padre, si es que eso se decide en algún momento.

Ningún título acude a mí los primeros cinco minutos. Luego me vienen los de los libros que no he leído pero que sé, a ciencia cierta, que están bien, que se leen, vamos –con ese se tan impersonal, pasivo y poco claro–. Más tarde los títulos de siempre, los libros que siguen estando en mi biblioteca, escondidos de la vista de las visitas rapaces. Finalmente, muchos meses después, logro dar con una lista más o menos clara ya adecuada… demasiado tarde.

Más fácil es que no me preguntes, querida, y tardo o temprano te daré la matraca con algún libro cuya lectura me haya hecho pensar en ti de forma tan intensa que pongo conferencia internacional y te llamo y me paso dos horas hablándote del libro y leyéndote los pasajes subrayados. Siempre hay algo de pérdida, claro, pero es probable que te lo leas, que incluso te lo regale.

Más fácil, querido, es que me pase también por una librería y después de cuatro horas (nuca menos y es probable que más si no cierran), algún café y otros vicios inconfesables, escoja con gran cariño un libro que me gustaría que tú me regalarás, y te lo mande por barco, bien embalado para evitar las humedades.

Pero llega el verano, y tengo que dejar de divagar. Me vais a pedir una lista de libros, y la única que tengo es la que puedo hacer mentalmente si pienso en los que se han acumulado en mi mesilla a lo largo de este difícil año. Me pedís una lista y os doy, sin pensar, mi propia lista. Y el que quiera que la ignoré, la dé por imposible (y a mí con ella) o la queme para ver si se me chamuscan a mí las pestañas en una suerte de vudú inquisitorial. Ahí va –ordenados por montones–:

  1. Los eternos clásicos: Moby Dick, Guerra y paz, Crimen y castigo, hasta aquí todo relecturas de la adolescencia –estoy ahora con Crimen y Castigo y… ¡no recordaba más que lo del hacha y la vieja! Ah, y supera (?) a W. Allen–; los Cuentos completos de Poe, los traducidos por Cortázar, que no han sido superados por ninguna de las películas de terror tan aparentemente excitantes que llenan estos años las salas…; acaba de abandonar el montoncito La piedra lunar de Wilkie Collins, una de las mejores novelas de misterio (y más) que he leído, amén de enormemente divertida, inteligente y moderna –está escrita a mediados del XIX, pero de forma tan moderna que sólo algunos temas y cierto estilo la delatan–…
  2. Otros clásicos-ya-pero-ya-no… es decir novelas de cuando se dejaron de escribir novelas (clásicas), clásicos de un siglo XX demasiado cercano aún como para hablar de clásicos. La montaña mágica de Th. Mann, de quien sólo había leído Doctor Faustus. El prólogo constituye toda una declaración de principios sobre lo que podemos decir de la realidad –y sobre cómo podemos decirlo–. La vida como narración abre un tiempo diferente al tiempo existencial… permite la revivencia, y nos permite a los demás vivir con el personaje –la con-vivencia– su existencia, su… pero no he pasado del prólogo, así que ya os contaré; La muerte de Virgilio, de Hermann Bloch, deleitosamente espigada durante mis estudios de latín, creo que pasará más de una temporada en la mesilla: el barroquismo delirante de que se la acusa es… cierto. Los detectives salvajes de Bolaño, en relectura nocturna, conserva todo el buen sabor de Rulfo y lo combina con cierta resabiada y pedante modernidad que a veces me denuncia (yo también, Caesar) y me aburre. 62, modelo para armar es una novela insuperable que trato de releer desde hace ya muchos meses espoleado por el entusiasmo de dos paredros que se van a casar.
  3. Releer a Tolkien es un secreto vicio, pero en esta ocasión he redescubierto las descripciones de la naturaleza y los diálogos de algunos personajes como dos de sus ocultas gemas, de altísima calidad literaria. Por supuesto, el Silmarilión es de una enormidad mitológica apabullante.
  4. Hay dos autores que recomiendo sin ambages: Daniel Pennac y toda sus saga Malaussanne, de un hilarante humor, corrosivo e inteligente, amable y humano; y, una debilidad, o dos: Robert Harris con sus dos estupendas novelas ambientadas en la antigua Roma, Pompeia e Imperium, que encandilarán a cualquiera que haya estudiado clásicas; la segunda debilidad, Orson Scott Card y toda sus saga Ender: El juego de Ender, La voz de los muertos, Ender el Xenocida y otras dos más que tengo esperando a ser leídas. Creo que desde las fundaciones de Asimov no había leído nada tan estimulante.

[…]

Bueno, como veís es normal que me bloquee: releo ahora esto y no encuentro la lista ni ilustrativa ni interesante ni siquiera aprovechable. Pero ahí queda. Seguirás pidiéndome libros, querida, seguirás preguntándome qué leer, querido, y yo seguiré sin saber que contestar con seguridad. Los libros son sólo palabras, palabras, palabras, y siendo así… ¿qué más da uno que otro…? ¿O no?

Monday, March 09, 2009

El rostro de Shakespeare



Aparece hoy en los tres grandes rotativos españoles (nótese la doble ironía adjetivadora) una noticia que da el tono del periodismo español (uno, dos y tres). Es primera página de sus respectivas versiones digitales (al menos lo es, o lo era, a las 0:34 hora española, Gr. +1, del ya 10 de marzo de 2009): "El verdadero rostro del bardo inglés". Hoy podré dormir tranquilo, sin duda, sin el fantasma de la crisis, de la guerra o del desahucio existencial rondando por mi cama, por mis sueños o por mis reflexiones.

El verdadero rostro de Shakespeare, con pendiente o sin él, y olvidando su tan manoseada orientación sexual (enternece ver cómo algunos aprovechan la menor ocasión para recordarnos que era homosexual, o al menos, que tal vez lo fuera... con la siempre importante prueba de unos sonetos que muy pocos han sabido leer: ¡un buen crítico de Shakespeare, mi reino por uno de ellos!), olvidando las mil malinterpretaciones que ha sufrido su obra, cosa que lo une a su hermano de muerte Cervantes, olvidando al mismo Shakespeare, me aventuro a decir algo que tal vez no se entienda: el verdadero rostro de Shakespeare está en sus textos.

Y digo que tal vez no se entienda porque muchos pensarán que he decidido rematar al bardo, cargarme al Autor, dejar la sola inmanencia del texto (y algunos maliciosos creerán que lo hago por evitarle el pecado de la sodomía). Nada más lejos de mis deseos: quiero decir que el rostro de Shakespeare es el que él se molestó en dejar en sus propios textos. Dibujó con cuidado el rostro de la humanidad que miró, y desde ese abismo que nos devuelve la mirada podemos observarle si miramos con cuidado. Girard, en su ensayo sobre Shakespeare, sobre estas cuestiones, como sobre muchas otras, escribe con gran sentido común: "Es imposible resolver el enigma (por otra parte sin auténtico interés) del referente biográfico exacto de este tipo de texto [se refiere al soneto 42]. La cuestión propiamente «existencial» es otra", y continúa hablándonos de la naturaleza del deseo en Shakespeare, en sus sonetos, en su teatro. La naturaleza del deseo, ese concepto tan vapuleado por el postmodernismo y del que tan poco sabemos, del que tanto nos ocultamos. El deseo, donde se pueden dar todas las oscuridades del hombre, todas sus miserias, que siempre queremos reducir a meras orientaciones sexuales. Ese reduccionismo le quita grandeza al misterio humano, y nos vela por completo el verdadero rostro de Shakespeare, que hace que el propio René Girard concluya su ensayo diciendo: "no puedo sino eclipsarme de puntillas, repitiendo con mi autor: «El único alcance de mi propósito no va más allá de un fruncimiento de ceño»". Tal vez sea este su verdadero rostro, y su fruncimiento de ceño, a medio camino entre la ironía y la preocupación, se hubiera convertido hoy en una mueca de sorpresa ante la falta de comprensión de su obra, al menos, y ante la existencia y el conglomerado humano, en general.

Tuesday, January 22, 2008

Dar la palabra

La frase está esperando ser dicha, en increpante silencio. La frase que (nos) espera, tangente, tocar(nos) en la decisión de su sonoridad, resonará silenciosa en el no-ser sucesivo a su expresión. En la soledad blanca de su ausencia (nos) recluiremos (en) nuestros deseos, y no (en) el sueño aplastante de la palabra: la decisión definitiva es la de no ser en medio de la posibilidad de ser(lo).

Y después de tanta retórica absurda, lo único que heme resignado a transferir es este Me a un Tú constreñido a la fuerza de la palabra, aunque, como Arendt, hay quien piensa que también pueda ser la acción como otro tipo de palabra, la palabra del pensamiento hecha carne física.

Dejar que la palabra nos transforme es dejarnos penetrar por la soledad de lo dicho ajenamente, que necesita ser repetido ritualmente, proclamado como forma de alteridad absoluta, pero nuestra. Resolver la paradoja absoluta de lo Otro que soy Yo, reconocerme en esa solitaria alteridad que me conmina a no abandonar(la) jamás, a no cejar en tu empeño expresivo: o yo como médium fantástico de tu ser, de la resolución silenciosa de tu ser que extiende codicioso sus dominios sobre mí. No resistir a esta implacable invasión, silenciosa, blanca noche silenciosa, invasión que me penetra y me fecunda irremediablemente la tristeza esa de que te hablo cada día, en palabras o en acciones.

Ajenamente sometido a la pluralidad que me viola cada mañana, soy todos por ser yo mismo diferente a todos: tú seas piedra o retorcida escoria, o ciega nocturna expresión incompleta, es mi deber completarte en mi ser descompleto por tu ausencia. Te necesito en lo indefinido de la palabra para que tú también (nos) la completes.

Soy legión, y necesito el exorcismo de tu palabra generosa para completarme en la muerte por no ser nunca más legión y ser, ser sólo tú, más bien un Mí que pasa a un Ti, que es más hermosa acción, y así completar indefinidamente el círculo, que es también bella y expresiva figuración de lo que el alma del mundo quiere dejar de ser si alguien quiere quebrar(se) el círculo este dichoso. Y uno dice “este” por decir un decir, por decir, claro... que si tú me muestras, diseñas, marcas el círculo mágico es porque sólo tú puedes en tu ser tú. Es dar(se) a la muerte como algunos han querido explicar (como si fueran un tal Juan...)

Dar(se) a la muerte no es el suicido vacío eutanásico y prepotente, porque así uno no se da más que a sí mismo la última forma consciente de vida onanista: es decir, dar(se) el ser de forma camuflada, o la muerte como la única forma del ser (para) la muerte. Y así todo aparente, o entre paréntesis, nos cuelan la hermosa mentira.

Dar(se) a la muerte es reconocer en la humildad más absoluta que yo no soy más que en ti, y por ese movimiento hacia ti es por el que yo me muevo, ahora limpiamente y sin aparentes paréntesis, hacia o para la muerte, es decir, para que tú descubras en la apariencia real de mi muerte que no eres más que a través de mí, en un fantástico vals para dos, cósmico girar los círculos caóticos de la vida, éstos sí aparentes, para acabar yo en ti y tú en mí como en un paréntesis tremendo en el que cada uno encierra al otro, quiasmáticamente nos dice la retórica, ritmo quebrado (al fin roto el círculo en su propia realización) que (nos) muestra el límite preciso con que tú me estás tallando y la precisión del afuera dentro del que te estoy construyendo.

Donar(se) supone un movimiento y como todo movimiento ha de ser imitado. Sólo puedo darme si tú te me das. Existe en tal donación una exigencia (in)justa que no puede ser cumplida y que aboca tal donación a la soledad del acto en sí. Dios se sintió solo. La obra para Blanchot permanece muda a quien le pide respuesta: su autor. La exigencia no ha de plantearse nunca desde una ética del sujeto, sino del objeto. Esta es la trascendencia del imperativo categórico de Kant: es desde la alteridad desde donde surge la exigencia, y ha de ser la propia alteridad la que se exija a sí misma una respuesta justa a la donación del yo que se da. Yo mismo soy alteridad que ha de solicitar(se) la respuesta a tu donación.

Es la palabra dicha la que exige en un murmullo casi imperceptible su propia dicción. Se nos llama desde el afuera categórico y ontológico de lo que es-pero queremos pensar que no es. El silencio es el grito que pide ser gritado. La oración surge en una danza de ritmos repetidos del silencio del corazón del hombre. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

Sunday, January 06, 2008

Vocación: escritor

Dejar escribir. Dejar que se escriba. No dejar nunca de escribir. Parece que este siglo nuestro, sea el veinte sea el veintiuno, nació para ser (d)escrito. Es necesario dejar constancia de todo, como si la insuficiente evanescencia de lo visible, de lo mostrado, no fuera suficiente. Como si el mundo no fuera a existir si no lo nombramos. Como si para existir necesitara ser nombrado.

Se lo debemos a pensadores y judíos (no queda claro qué son antes, o por encima de qué) como Rosenzweig, Lévinas, Derrida (mal que le pese su judaísmo) y otros. La nombradía de todo, la que Juan Ramón atribuía a la amada (ser nombradía, como ser todo... ¡ah, otra vez el engaño de la Totalidad! Rosenzweig señaló y denunció la trampa de la Totalidad en "La Estrella de la Redención"), la amada que al ser nombrada ocupaba todo, nombraba todo, la amada que era nombrada cada vez por cada cosa... nombradía pura: llamada. Y he aquí que topamos con otra de las aportaciones geniales del pensamiento judío (ligado desde el principio, o más bien inmediatamente después, con el comunitario): la vocación como llamada.

Me explico: una enorme diferencia entre el mundo nombrado para que pueda existir (qué es el hombre para deci...), y el hombre nombrado para alcanzar su verdadero existir. La llamada, la apelación, inserta al hombre en un mundo que antes no tenía existencia para él. Ya no es el hombre quien clama al mundo, quien clama a Dios (quien inventa a Dios, quien inventa al mundo), sino que es el mundo, es Dios, quien crea al hombre, quien lo inventa (la angustiosa epopeya del personaje unamuniano que padece por ser nombrado y no poder nombrar-se él a sí mismo). Y dejamos para otro día la cuestión discreta de Dios y Mundo. El caso es que sea llamada desde el exterior, desde el fuera irreductible.

Nombrar o ser nombrado, o ambas cosas a la vez... Recuperaré mañana (ya lo sé) un texto que dejé escrito hace años, cuando empezaba a atisbar a Lévinas, y todo lo que supone, a través de algunos textos de Blanchot (tan diferente, por otra parte, a Lévinas). La figura que le corresponde a este nuevo pensamiento es la de la danza.

Me gustaría terminar con una cita de este narrador y crítico literario: "¿Relatos? ¡Nada de relatos, nunca más!". EL fin de la literatura, preconizado por Blanchot, es, no obstante, un final abierto: parafeaseando a Derrida, aún le queda a la literatura narrar y revelar su propio fin, algo que tal vez lleve haciendo desde Cervantes. Dejar de escribir puede ser una tarea que aún nos ocupe algunos años, una tarea dolorosa de la que tal vez nunca nos recuperemos (es como perder el ser, como dejar que el otro sea antes que ser yo).

Thursday, July 05, 2007

música libre

El martes pasado un cuarteto de interpretes, como cuatro vestales, se plantó en medio de la plaza de Oriente y se dedico durante una hora y pico a buscarse recorriendo escalas. Hubo un quinto intérprete: el viento. Y ellas lo acogieron como a una de las suyas, su hermana (y el viento se hizo hembra). Hacer que el viento sople como si fuera un instrumento sin instrumento, sólo viento, encerrado en sí mismo.

Cosas como estás suceden por casualidad y conforman casualmente la belleza: belleza y azar, ciencia del caos. Wasenberg, retirado ahora a su torre calatraviana de marfil, lanza desde Valencia guiños al viento: la ciencia de la belleza ha demostrado sobradamente que nada es predecible (sólo podemos predecir que nada es predecible)... Espero con paciencia a que acaben de interpretar una de las arias de la Flauta Mágica y me dejo llevar por mis pies a la zona del Nuncio, a reirme de los snobs como yo que se pasean por La Latina.

Me pregunto dónde nos habrá puesto Dios el disco duro, y cómo diablos se recuperan los archivos. Sobre esto de los archivos llamados recuerdos escribiré otro día, pero lo cierto es que el sistema operativo suele dar error cuando se trata de recuperar algún recuerdo concreto. Eso en el mejor de los casos. Lo normal es que haga caso omiso de tus requerimientos y se ponga a cargar versiones antiguas de recuerdos que te habías molestado en retocar a tu gusto. Siempre en el momento más inoportuno...