Tuesday, January 22, 2008

Dar la palabra

La frase está esperando ser dicha, en increpante silencio. La frase que (nos) espera, tangente, tocar(nos) en la decisión de su sonoridad, resonará silenciosa en el no-ser sucesivo a su expresión. En la soledad blanca de su ausencia (nos) recluiremos (en) nuestros deseos, y no (en) el sueño aplastante de la palabra: la decisión definitiva es la de no ser en medio de la posibilidad de ser(lo).

Y después de tanta retórica absurda, lo único que heme resignado a transferir es este Me a un Tú constreñido a la fuerza de la palabra, aunque, como Arendt, hay quien piensa que también pueda ser la acción como otro tipo de palabra, la palabra del pensamiento hecha carne física.

Dejar que la palabra nos transforme es dejarnos penetrar por la soledad de lo dicho ajenamente, que necesita ser repetido ritualmente, proclamado como forma de alteridad absoluta, pero nuestra. Resolver la paradoja absoluta de lo Otro que soy Yo, reconocerme en esa solitaria alteridad que me conmina a no abandonar(la) jamás, a no cejar en tu empeño expresivo: o yo como médium fantástico de tu ser, de la resolución silenciosa de tu ser que extiende codicioso sus dominios sobre mí. No resistir a esta implacable invasión, silenciosa, blanca noche silenciosa, invasión que me penetra y me fecunda irremediablemente la tristeza esa de que te hablo cada día, en palabras o en acciones.

Ajenamente sometido a la pluralidad que me viola cada mañana, soy todos por ser yo mismo diferente a todos: tú seas piedra o retorcida escoria, o ciega nocturna expresión incompleta, es mi deber completarte en mi ser descompleto por tu ausencia. Te necesito en lo indefinido de la palabra para que tú también (nos) la completes.

Soy legión, y necesito el exorcismo de tu palabra generosa para completarme en la muerte por no ser nunca más legión y ser, ser sólo tú, más bien un Mí que pasa a un Ti, que es más hermosa acción, y así completar indefinidamente el círculo, que es también bella y expresiva figuración de lo que el alma del mundo quiere dejar de ser si alguien quiere quebrar(se) el círculo este dichoso. Y uno dice “este” por decir un decir, por decir, claro... que si tú me muestras, diseñas, marcas el círculo mágico es porque sólo tú puedes en tu ser tú. Es dar(se) a la muerte como algunos han querido explicar (como si fueran un tal Juan...)

Dar(se) a la muerte no es el suicido vacío eutanásico y prepotente, porque así uno no se da más que a sí mismo la última forma consciente de vida onanista: es decir, dar(se) el ser de forma camuflada, o la muerte como la única forma del ser (para) la muerte. Y así todo aparente, o entre paréntesis, nos cuelan la hermosa mentira.

Dar(se) a la muerte es reconocer en la humildad más absoluta que yo no soy más que en ti, y por ese movimiento hacia ti es por el que yo me muevo, ahora limpiamente y sin aparentes paréntesis, hacia o para la muerte, es decir, para que tú descubras en la apariencia real de mi muerte que no eres más que a través de mí, en un fantástico vals para dos, cósmico girar los círculos caóticos de la vida, éstos sí aparentes, para acabar yo en ti y tú en mí como en un paréntesis tremendo en el que cada uno encierra al otro, quiasmáticamente nos dice la retórica, ritmo quebrado (al fin roto el círculo en su propia realización) que (nos) muestra el límite preciso con que tú me estás tallando y la precisión del afuera dentro del que te estoy construyendo.

Donar(se) supone un movimiento y como todo movimiento ha de ser imitado. Sólo puedo darme si tú te me das. Existe en tal donación una exigencia (in)justa que no puede ser cumplida y que aboca tal donación a la soledad del acto en sí. Dios se sintió solo. La obra para Blanchot permanece muda a quien le pide respuesta: su autor. La exigencia no ha de plantearse nunca desde una ética del sujeto, sino del objeto. Esta es la trascendencia del imperativo categórico de Kant: es desde la alteridad desde donde surge la exigencia, y ha de ser la propia alteridad la que se exija a sí misma una respuesta justa a la donación del yo que se da. Yo mismo soy alteridad que ha de solicitar(se) la respuesta a tu donación.

Es la palabra dicha la que exige en un murmullo casi imperceptible su propia dicción. Se nos llama desde el afuera categórico y ontológico de lo que es-pero queremos pensar que no es. El silencio es el grito que pide ser gritado. La oración surge en una danza de ritmos repetidos del silencio del corazón del hombre. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

Sunday, January 06, 2008

Vocación: escritor

Dejar escribir. Dejar que se escriba. No dejar nunca de escribir. Parece que este siglo nuestro, sea el veinte sea el veintiuno, nació para ser (d)escrito. Es necesario dejar constancia de todo, como si la insuficiente evanescencia de lo visible, de lo mostrado, no fuera suficiente. Como si el mundo no fuera a existir si no lo nombramos. Como si para existir necesitara ser nombrado.

Se lo debemos a pensadores y judíos (no queda claro qué son antes, o por encima de qué) como Rosenzweig, Lévinas, Derrida (mal que le pese su judaísmo) y otros. La nombradía de todo, la que Juan Ramón atribuía a la amada (ser nombradía, como ser todo... ¡ah, otra vez el engaño de la Totalidad! Rosenzweig señaló y denunció la trampa de la Totalidad en "La Estrella de la Redención"), la amada que al ser nombrada ocupaba todo, nombraba todo, la amada que era nombrada cada vez por cada cosa... nombradía pura: llamada. Y he aquí que topamos con otra de las aportaciones geniales del pensamiento judío (ligado desde el principio, o más bien inmediatamente después, con el comunitario): la vocación como llamada.

Me explico: una enorme diferencia entre el mundo nombrado para que pueda existir (qué es el hombre para deci...), y el hombre nombrado para alcanzar su verdadero existir. La llamada, la apelación, inserta al hombre en un mundo que antes no tenía existencia para él. Ya no es el hombre quien clama al mundo, quien clama a Dios (quien inventa a Dios, quien inventa al mundo), sino que es el mundo, es Dios, quien crea al hombre, quien lo inventa (la angustiosa epopeya del personaje unamuniano que padece por ser nombrado y no poder nombrar-se él a sí mismo). Y dejamos para otro día la cuestión discreta de Dios y Mundo. El caso es que sea llamada desde el exterior, desde el fuera irreductible.

Nombrar o ser nombrado, o ambas cosas a la vez... Recuperaré mañana (ya lo sé) un texto que dejé escrito hace años, cuando empezaba a atisbar a Lévinas, y todo lo que supone, a través de algunos textos de Blanchot (tan diferente, por otra parte, a Lévinas). La figura que le corresponde a este nuevo pensamiento es la de la danza.

Me gustaría terminar con una cita de este narrador y crítico literario: "¿Relatos? ¡Nada de relatos, nunca más!". EL fin de la literatura, preconizado por Blanchot, es, no obstante, un final abierto: parafeaseando a Derrida, aún le queda a la literatura narrar y revelar su propio fin, algo que tal vez lleve haciendo desde Cervantes. Dejar de escribir puede ser una tarea que aún nos ocupe algunos años, una tarea dolorosa de la que tal vez nunca nos recuperemos (es como perder el ser, como dejar que el otro sea antes que ser yo).