Tuesday, August 10, 2010

¿La soledad conjurada?


Reseña de la novela de Luca Giordano, La soledad de los números primos, Salamandra.

¿Cómo hablar de una novela que está construida como producto editorial? Sí, ya sé que es lo normal, que los autores hoy en día se construyen, que se les prepara una carrera editorial, con sus premios, con sus menciones, con la dosificación de sus publicaciones. A los que escribimos esto no nos suena extraño: sabemos cuál es el camino. Encontrar un editor y que este diseñe el producto y te saque el mejor potencial. Es una cuestión de mercado y de producto. La escritura se ha convertido en un hecho de mercado. Y este libro que ahora desmenuzare es buena prueba de ello, al comienzo de este liberalísimo siglo XXI. Lo cierto es que no podemos culpar a nadie de estas cosas. Además, como producto literario merece un respeto y creo que un reconocimiento.

Empecemos por el título y el autor, las dos cosas que más mira uno cuando acude a una librería a adquirir alguno de estos productos. El autor, se no dice en la solapilla, bajo la foto de una atractivo joven de aspecto introvertido, vestido elegantemente italiano, el autor es licenciado en Física Teórica –con el epíteto clavado tras la física, en un oxímoron impensable para cualquiera qué sepa en qué consiste la Física, y sus problemas para conciliar la teoría y la práctica–. Vamos, que es en cerebro que está ya doctorándose. Y que además tiene tiempo de escribir operas primas tan contundentes como esta –ya iremos viendo lo de la contundencia de la novela–. El caso es que existe en nuestros días un respeto por las ciencias puras que hace de los científicos gentes rodeadas de un aura sacra bastante incierta, por cierto, y ambivalente –el fenómeno lo estudia en alguno de los capítulos más interesantes el pensador francés Jean-Pierre Dupuy en su libro La marque du sacré–. Gentes capaces de hacer agujeros negros en las montañas suizas en menos que canta un gallo y hacer que todos desaparezcamos antes de que nos demos cuenta de que ni siquiera este pasando algo. Pero me estoy liando. Sumemos la expresión “licenciado en Física teórica” y “números primos”. Se trata de una metáfora que se nos explica en la contracubierta de forma clara, para que lo entendamos. Me hace recordar cuando al estudiar lingüística generativa jugábamos a contar el mundo en términos generativistas: muévase alpha, pros y PROs, recciones y ligamientos, garden paths, y el enorme etcétera formalista que nos deslumbraba como una galaxia lejana y sagrada que nos hubieran invitado a visitar unos extraterrestres que trabajaban en el MIT. La ciencia al alcance de la vida común y moliente.

Ya tenemos fabricado el producto: novela escrita por científico, construida sobre una metáfora bastante acertada y sorprendente; y primera, además, y premiada… Recuerdo cuando se puso de moda gracias a un spot la expresión JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados). Hete aquí alguna década después, su epifanía, entre otras muchas. Además se publica en una editorial que parece publicar novelas de culto –dejando a un lado el affaire Potter–.

El caso es que me la leí ayer de una sentada casi. Casi 300 páginas escritas con un estilo contundente –no dejan de suceder cosas, y esas cosas se cuentan con detalle–, episodios breves de un telar que en ocasiones (no más de 3 ó 4) el autor nos dibuja en tres o cuatro pinceladas: años de la vida de algunos secundarios, e incluso de los personajes principales, se resumen en unas 3 ó 4 páginas, como quien dice, de un plumazo. Uno se pregunta si toda la novela no hubiera podido ser un relato breve, o una serie de cuentos –eso es lo que parece: cada una de las secciones se configura como un relato autónomo, si no fuera porque los personajes son los mismos–. Qué motivo le impulsa al autor a extender una idea, una metáfora, a lo largo de casi 300 páginas.

La contundencia del estilo, pues, se logra a través de la narración de esos episodios breves –un accidente, un beso, una fiesta, un examen, un trabajo, una boda, una cena, una aventura de una noche, una discusión de pareja, una tarde de domingo…–. Como subraya el autor al final del libro, la vida está hecha de pequeñas decisiones tomadas en pocos segundos. Te juegas la vida en unos segundos. Por lo general fracasas. La contundencia con la que cierto fatum actúa sobre los personajes es interesante. No parece moverles nada –los apuntes introspectivos están ausentes, parece una novela conductista, como aquellas del Nouveau Roman escritas a la sombra de Camus y Sartre, y en paralelo a la Nouvelle Vague, donde el sujeto y sus historia se cosifican brutalmente–. No hay un motor o no hay más motor que ciertos sucesos sobre los que los personajes no tuvieron ningún control o poca responsabilidad. Alice, una de los dos números primos gemelos, siente el peso de las consecuencias, pero como algo externo, sobrepuesto sobre su vida que, en el fondo, carece de sentido. Los personajes actúan, o se dejan actuar, y esa es otro de los rasgos contundentes. Otra característica contundente es algo más morbosa: los protagonistas son un par de trastornados, ella anoréxica, él se automutila, pero el autor no hace referencias a sus enfermedades de forma directa. No las trata como el centro de la novela, como el tema. No tematiza algo tan tematizable que hubiera convertido su novela en la enésima sobre el tema. El poder la de metáfora de los números primos queda siempre por encima de estas problemáticas. No obstante, siguen ahí: la anorexia, la automutilación. Como un fantasma que recorre toda la novela, pero que no se explica, que queda fantasma.

Este estilo, que he descrito de forma tan espantosa por una cuestión de espacio, me recordó desde la mitad de la novela a la forma de escribir de algunos novelistas japoneses de última hora: Murakami, Yoshimoto –pero que no son si no herederos de Mishima, entre otros–, autores de gran éxito en Occidente. De hecho el parecido me obsesionó tanto que llegué a pensar que se trataba de una occidentalización de la novela japonesa, de sus temas –depresiones, suicidios, el destino, el amor imposible y la soledad poblada de aullidos–, de su estilo. Personalmente descubrí a Banana Yoshimoto en Italia, y la leí en italiano. Esta novela italiana la he leído traducida al español. Pero la red de relaciones queda ahí, para quien quiera negar esta occidentalización que propongo. De todas formas en el mundo globalizado en el que vivimos, está de más decir nada de todo esto. Subsisten también, eso sí, ciertos temas italianos: la soledad de la familia, su desaparición casi como un vestigio del pasado, perviviendo en los fantasmas de los padres que se pasean por la novela como lo que son, como fantasmas de una comunión imposible.

Hay varias trampas en la novela, pero la más importante, la que quiero reflejar aquí, es de una cualidad científica. No creo que sea anecdótico el hecho de que Paolo Giordano sea físico. La trampa que mina el relato es que la perspectiva científica desde la que Giordano narra, la idea que nos quiere dar de lo real, es la del azar: estamos determinados por el más ciego de los azares, cada acontecimiento encierra una serie imprevisible de acontencimientos, a cada momento es posible un cambio completo y absoluto de vida… Este azar que podría ser esperanzado se convierte en manos del joven físico en la nueva vestidura de la más vieja de las supersticiones científicas: estamos encerrados, ciegamente ahora –una azarosa ceguera–, en un destino del que no podemos desentendernos. La naturaleza de números primos de los personajes determina su destino de manera irremisible. Es precisamente esa irremisibilidad, esa imposibilidad de ser salvados, lo que hace de la novela una de las más duras y nihilistas desde Camus y Sartre. El sujeto de las novelas está abocado a un destino del que no escapará. El autor decide no dejarlo escapar. Y el aparente azar de sus vivencias –azar codificado en pequeños gestos, pequeños sucesos, una fiesta de cumpleaños, un tazón de leche, el encuentro con la hermana en la puerta del hospital, la boda de la antigua compañera…– es en realidad la tiránica opción narrativa de un físico teórico que cree que un determinismo matemático conduce nuestras vidas. Es este el verdadero alcance de la metáfora, más allá de su valor poético. El destino está trucado, la libertad extirpada, y los trastornos, aceptados como parte de una naturaleza a la que no pueden escapar.

Sólo al final, cuando tras la última oportunidad de un happy end los personajes vuelven a sus vidas, parece que lo hacen transfigurados: han aceptado su propia naturaleza y han dejado de luchar, aun débilmente, contra ella. Sus vidas no podrían haber sido de otra manera. Esta es la verdadera soledad: sabernos determinados, atrapados en una vida que podría haber sido otra, pero que nunca-ya-siempre lo será.

La soledad es un azar que no estamos llamados a conjurar.

Festivales de música (I)


Este será el primero de una serie de post sobre los eventos musicales del verano.

Asistir a un festival de música tiene mucho de religioso y ritual: cada año las mismas fiestas, cada año lo mismo, pero renovado –renovado el cartel, renovada la estética y, sí, renovado el precio siempre al alza–. La proliferación de este tipo de encuentros musicales en verano es como para plantearse si hay crisis y dónde queda. Eso sí, con cierta gracia, y adaptándose a los tiempos de apreturas, se inventan un Lowcost Festival. Me hace gracia porque si se puede organizar un lowcost en esto de los festivales es probable que los que no lo son, vamos, los caros, saquen tajada y buena de todo esto. O que ofrecen un producto mejor, más elaborado. Vamos, como la diferencia entre viajar en Iberia o en Ryanair… ¿o es que no hay diferencia?

Este verano me he vuelto a embarcar, creo que por última vez, y voy a asistir a ese festival de rebajas. Los grupos nuevos que suenan como los de antes, y los de antes que no te puedes creer que sigan tocando. Siempre me han abrumado los carteles, los fancines y las revistas que hablaban de todo lo que se suponía que tenías que saber sobre lo último más allá de lo último de esta mañana en el desayuna. Nunca entendí cómo era posible saber tanto de una música que ignorar hoy lo último en música alternativa está al alcance de cualquiera que no disponga de 24 horas para escuchar los cientos de grupos, solistas y “experiencias musicales” que parecen creer aún que están haciendo algo nuevo. Sus seguidores son del mismo pelaje: es difícil que reconozcan no conocer el cartel. Que reconozcan que están haciendo lo mismo de siempre –he aquí su valor ritual– negando esa mismidad. Que reconozcan que no hay nada nuevo bajo el sol. Entonces, ¿qué van a ver?

Bob Dylan ­–pero no es el único– afirmaba que se aburriría si siempre tocara igual sus canciones, si se imitara a sí mismo hasta el hastío. De forma que cuando uno ha tenido la suerte de ir a alguno de sus conciertos, puede quedar decepcionado porque el muy judío no ha tocado ninguno de esos míticos temas ­–nótese de nuevo lo ritual– con los que muchos hemos crecido. Y, sin embargo, ha sido y es él mismo cada vez ya siempre. No rehuye su mismidad. No puede, de hecho. Este tipo de honestidad deshonesta es difícil de encontrar en estos festivales. El esfuerzo que realizan por superar-se es de tal calibre que no se molestan ni en cargarse a sus padres: todos hacen una música tan distinta que es difícil separarlos entre sí. O bien: el bosque de diferencias se hace tan intrincado que encontrar claros o senderos transitables –caminos en el bosque– es una tarea de héroes.

¿Que por qué voy, entonces? Porque en el fondo yo también quiero, ritualmente, disfrutar de esa misma auténtica indiferencia: allí somos todos iguales, todos buscamos lo mismo –la distinción, la marca, la diferencia. Esa es la carta inconfesable de mis motivos. La carta que enseño públicamente es la carta del trabajo de campo, de la antropología, del interés cultural de este tipo de encuentros. No podría soportar verme como un fan fatal más, pero en el fondo es lo que soy, o en lo que me convierto, ya desde unos días antes del evento.

Voy porque se trata de un acontecimiento en el que no sucederá nada –acontecimiento que traiciona su sentido– aunque el despliegue de medios es como para que pase algo. Si me dejáis presumir, en una cena con los mejores amigos pasan muchas más cosas aunque parece que no pasa nada.

Y porque es más barato.