Tuesday, August 10, 2010

Festivales de música (I)


Este será el primero de una serie de post sobre los eventos musicales del verano.

Asistir a un festival de música tiene mucho de religioso y ritual: cada año las mismas fiestas, cada año lo mismo, pero renovado –renovado el cartel, renovada la estética y, sí, renovado el precio siempre al alza–. La proliferación de este tipo de encuentros musicales en verano es como para plantearse si hay crisis y dónde queda. Eso sí, con cierta gracia, y adaptándose a los tiempos de apreturas, se inventan un Lowcost Festival. Me hace gracia porque si se puede organizar un lowcost en esto de los festivales es probable que los que no lo son, vamos, los caros, saquen tajada y buena de todo esto. O que ofrecen un producto mejor, más elaborado. Vamos, como la diferencia entre viajar en Iberia o en Ryanair… ¿o es que no hay diferencia?

Este verano me he vuelto a embarcar, creo que por última vez, y voy a asistir a ese festival de rebajas. Los grupos nuevos que suenan como los de antes, y los de antes que no te puedes creer que sigan tocando. Siempre me han abrumado los carteles, los fancines y las revistas que hablaban de todo lo que se suponía que tenías que saber sobre lo último más allá de lo último de esta mañana en el desayuna. Nunca entendí cómo era posible saber tanto de una música que ignorar hoy lo último en música alternativa está al alcance de cualquiera que no disponga de 24 horas para escuchar los cientos de grupos, solistas y “experiencias musicales” que parecen creer aún que están haciendo algo nuevo. Sus seguidores son del mismo pelaje: es difícil que reconozcan no conocer el cartel. Que reconozcan que están haciendo lo mismo de siempre –he aquí su valor ritual– negando esa mismidad. Que reconozcan que no hay nada nuevo bajo el sol. Entonces, ¿qué van a ver?

Bob Dylan ­–pero no es el único– afirmaba que se aburriría si siempre tocara igual sus canciones, si se imitara a sí mismo hasta el hastío. De forma que cuando uno ha tenido la suerte de ir a alguno de sus conciertos, puede quedar decepcionado porque el muy judío no ha tocado ninguno de esos míticos temas ­–nótese de nuevo lo ritual– con los que muchos hemos crecido. Y, sin embargo, ha sido y es él mismo cada vez ya siempre. No rehuye su mismidad. No puede, de hecho. Este tipo de honestidad deshonesta es difícil de encontrar en estos festivales. El esfuerzo que realizan por superar-se es de tal calibre que no se molestan ni en cargarse a sus padres: todos hacen una música tan distinta que es difícil separarlos entre sí. O bien: el bosque de diferencias se hace tan intrincado que encontrar claros o senderos transitables –caminos en el bosque– es una tarea de héroes.

¿Que por qué voy, entonces? Porque en el fondo yo también quiero, ritualmente, disfrutar de esa misma auténtica indiferencia: allí somos todos iguales, todos buscamos lo mismo –la distinción, la marca, la diferencia. Esa es la carta inconfesable de mis motivos. La carta que enseño públicamente es la carta del trabajo de campo, de la antropología, del interés cultural de este tipo de encuentros. No podría soportar verme como un fan fatal más, pero en el fondo es lo que soy, o en lo que me convierto, ya desde unos días antes del evento.

Voy porque se trata de un acontecimiento en el que no sucederá nada –acontecimiento que traiciona su sentido– aunque el despliegue de medios es como para que pase algo. Si me dejáis presumir, en una cena con los mejores amigos pasan muchas más cosas aunque parece que no pasa nada.

Y porque es más barato.

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